Texto: Jesús Chicón
Desde siempre me ha
llamado la atención el tema de los idiomas. Me resulta curioso
comprobar cómo el cerebro de una persona española está hecho para
identificar palabras en español. Pero es incapaz de identificar
palabras en otro código (alemán, inglés…) aunque estén escritas con un
alfabeto común. Algo parecido pasa con la naturaleza de la luz.
Dependiendo del código que se utilice (longitud de onda) habrá
determinadas estructuras capaces de identificar o reaccionar ante
ese código o no. Por ejemplo, el ojo humano es capaz de percibir la luz
que tiene una longitud de onda entre 400 y 700 nanómetros (unidad de
medida de la longitud de onda). Pero existen otras longitudes de onda
que en conjunto constituyen lo que se llama el espectro
electromagnético: rayos gamma, rayos X, ultravioleta, espectro
visible, infrarrojos, microondas y ondas de radio (de menor a mayor
longitud de onda).
Como podemos comprobar, y para ir
entrando en materia, las radiaciones ultravioletas (UV) no las puede
percibir el ojo humano. Es decir, no las podemos ver. La longitud de
onda de estas radiaciones (el “idioma” de estas radiaciones) va de 200 a
400 nanómetros. Hemos dicho antes que el ojo humano sólo “entiende” lo
que le llega entre 400 y 700 nanómetros. Que las células de nuestra
retina (fotorreceptores) no “entiendan” a los rayos UV, no quiere
decir que ninguna célula de nuestro cuerpo entienda ese idioma.
De hecho, las células de nuestra piel SÍ que son sensibles a dicha
radiación. Es decir, son capaces de “entender” el código de las
radiaciones UV. Y ¿qué les “dicen” estas radiaciones? Les dicen lo que
les diría cualquier radiación del espectro electromagnético: ¡Toma
energía!. Todas las radiaciones lo que emiten es energía.
La cantidad de energía que emiten
es inversamente proporcional a su longitud de onda: cuanto mayor es la
longitud de onda, menor es la energía que emiten. La prueba de todo esto
la tenemos en el hecho de que convivimos diariamente con ondas de
radio (las de mayor longitud de onda y menor energía) y no nos
pasa nada. Lo mismo ocurre con los microondas, infrarrojos y
espectro visible. Por el contrario, a los rayos X sólo podemos
exponernos muy puntualmente y a los rayos gamma no podemos exponernos.
Pero ¿qué ocurre con las radiaciones UV?. ¿Podemos exponernos a ellas o
no?. Pues sí, pero con mucho cuidado. La cantidad de energía recibida es
proporcional al tiempo que estemos expuestos a la fuente que origina
dicha energía. Es decir, la cantidad de energía UV que reciba nuestra
piel va a depender del tiempo que estemos expuestos al sol (fuente
que origina las radiaciones UV). Pero ¡cuidado!. Las nubes por sí
solas no son capaces de impedir que la radiación UV llegue hasta
la superficie terrestre. Así que no nos podemos confiar en los
días nublados.
Lo que realmente “filtra” las
radiaciones UV es la capa de ozono. Dentro de la radiación UV hay tres
tipos: ultravioleta A (UVA) con una longitud de onda entre 320 y 400
nanómetros (la menos dañina), ultravioleta B (UVB) con una longitud de
onda entre 280 y 320 nanómetros (provoca las quemaduras solares) y el
ultravioleta C (UVC), incompatible con la vida y completamente bloqueado
por la capa de ozono. De ahí la importancia de respetar, cuidar, e
incluso me atrevería a decir, venerar nuestra capa de ozono. ¿Qué
formas o maneras tenemos para minimizar el impacto energético sobre
nuestra piel? Principalmente dos: La primera es una solución de cajón:
no exponernos al sol. Es decir, evitar que los rayos de sol impacten
directamente sobre las células de nuestra piel. Esto se puede conseguir
utilizando algo que se interponga físicamente entre el sol y nosotros.
Ese algo puede ser una sombrilla, un sombrero… o algo que aplicado sobre
nuestra piel haga un efecto de “sombra”. Este es el mecanismo de acción
de los filtros solares físicos.
Las principales moléculas que se
utilizan para realizar dicha acción son el dióxido de titanio y el óxido
de zinc. Un detalle de gran importancia es que estas moléculas no se
hallen presentes en forma de nanopartículas (relacionadas con problemas
de salud a medio y largo plazo). La segunda de las opciones es permitir
que llegue a nuestra piel el impacto energético y que, posteriormente,
unas sustancias químicas aplicadas sobre nuestra piel, sufran una
modificación molecular para disipar dicha energía. Este es el
mecanismo de acción de los filtros solares químicos. La verdad es que
todo eso de “impacto energético”, “sustancia química”, “modificación
molecular”… no suena nada atractivo. Por el contrario, lo de
“efecto sombra” siempre resulta como más respetuoso, menos agresivo, más
natural… e incluso más cultural: ¿que sería de nuestras playas sin ese
paisaje multicolor de sombrillas desiguales? Hay otro aspecto que
también es interesante destacar. Desde un punto de vista práctico, el
acto de aplicarnos un fotoprotector no deja de ser una oportunidad ideal
de aportar a nuestra piel determinadas sustancias que le ayudan.
Una de esas sustancias es el propio
principio activo que nos protege del sol (óxido de zinc, dióxido de
titanio…). Pero además, podemos “enriquecer” el fotoprotector con
sustancias refrescantes y calmantes (aguas termales), regeneradoras,
antioxidantes y antienvejecimiento (aceite de argán)… Por último hacer
una reseña muy especial sobre el cuidado de nuestra piel tras la
exposición al sol. No hay ningún momento en que nuestra piel se
encuentre en un punto más delicado que tras una exposición solar
intensa. Es precisamente ahí cuando deberíamos completar nuestro cuidado
con un excelente after sun. Un adecuado producto para después del sol
debería incluir sustancias calmantes (caléndula, aloe, aguas termales…),
sustancias regeneradoras (aceites: argán, jojoba…) y
sustancias antioxidantes (especialmente vitamina E).
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