El barrio de Bozate. Foto: Ander Izagirre.
-Somos hijos de una raza maldita.
 Xabier Santxotena habla, a menudo, en primera persona del plural.
—Decían
 que éramos herejes, que hacíamos pactos con el diablo, que teníamos 
lepra, que no teníamos lóbulos en las orejas, que nuestra sangre hervía.
 Que si pisábamos descalzos, la hierba no volvía a crecer. Si 
agarrábamos una manzana, se pudría. En este valle no nos dejaban tener 
tierras, ni ganado, ni sacar madera de los bosques comunales, ni beber 
de las fuentes de los pueblos. Teníamos que llevar un distintivo rojo, 
una tela cosida en la ropa con forma de huella de oca. 
 Santxotena desciende de aquellas gentes que se instalaron en la Edad 
Media en el barrio de Bozate, un racimo de caseríos blancos en una 
pradera del valle del Baztán (Navarra). Es un pueblo de cien habitantes,
 caminos empedrados, calles estrechas, varias huertas, una pequeña 
plantación de maíz, casas con explosión de geranios en los balcones y 
carteles que ofrecen miel casera y zumo de manzana. En la pradera pastan
 las ovejas, al fondo se elevan las primeras montañas pirenaicas de mil 
metros, un telón de laderas verdes y rasas. Bozate es una postal, Bozate
 fue un gueto hasta ayer. 
 Sus habitantes no podían casarse con otra gente y sufrieron esa 
marginación, como otras, hasta bien entrado el siglo XX. La antropóloga Paola Antolini
 mencionó una boda que causó escándalo hacia 1940: una cocinera de 
Bozate se casó con un carpintero tallista de Arizkun, el pueblo que 
queda a un kilómetro y medio, al otro lado del río Baztán. Bozate es un 
barrio de Arizkun; durante siglos pareció que pertenecía a otra galaxia.
 La boda entre la moza de Bozate y el mozo de Arizkun fue muy criticada,
 escribió Antolini.
—Pues esos eran mis padres: Julián y Jesusa
 —dice Santxotena, que nació en Arizkun en 1946, y que pronto sospechó 
que algo pasaba al otro lado del río—. A mí me mandaban, de niño, a 
llevar las vacas de Arizkun al prado de Bozate. Cruzaba el río, con ocho
 o nueve años, y yo sabía que entraba en un sitio un poco especial. No 
recuerdo nada muy concreto, pero sabía que Arizkun y Bozate eran 
distintos, que la gente era distinta. Algún día me llegó la palabra. 
Recuerdo que se lo pregunté a mi padre: qué es eso de los agotes. Qué 
quiere decir que los de Bozate son agotes. Y él me dijo: ¡Eso son 
tonterías! No me dijo nada más.
La
 palabra estuvo oficialmente prohibida: en 1817, las Cortes navarras 
decretaron que a nadie se le llamara agote, «so pena de injuriador». 
Según explicaba el decreto, algunos consideraban que esas gentes 
descendían de los herejes albigenses de la Edad Media: «Esas conjeturas y
 otras vulgares tradiciones han sido causa de que hasta ahora se les 
haya tratado con notorio desprecio, reputándoles viles, excluyéndoles de
 todos los oficios públicos, incluso del trato social y civil». 
Prohibieron la palabra, el desprecio duró. Algo queda todavía...
*
 Santxotena palpa con su mano izquierda la narizota de Lope de Aguirre: 
la nariz de una cabeza de madera que mide dos metros de altura y pesa 
mil doscientos kilos. Es obra suya. Los bloques de encina, roble y nogal
 componen una gran nariz geométrica, unos ojos hundidos, una mandíbula 
prominente. La escultura tiene una expresión tranquila y poderosa. A mí 
me recuerda —con perdón— a Miguel Indurain. Santxotena le pega unos cachetes cariñosos en la nariz. Siente simpatía por Lope de Aguirre, el explorador loco, traidor, asesino, rebelde, el que escribió a Felipe II
 aquello de «van pocos reyes al infierno, porque sois pocos; que si 
muchos fuésedes, allá seríades peores que Lucifer»; siente simpatía por 
este personaje tan monstruo repudiado.
 Santxotena esculpió otras máscaras, como él las llama, de personajes históricos —Unamuno, la Pasionaria, Sancho III, san Francisco Javier, Inessa de Gaxen…—.
 La que se levanta en la entrada a su parque de esculturas en Bozate es 
la única de un personaje anónimo: la máscara del agote.
—La
 madera es lo nuestro. Yo soy escultor porque de niño olía las virutas 
en el taller de mi padre, las virutas que sacaba con la garlopa, yo he 
seguido siempre ese olor. A nosotros durante siglos nos prohibieron 
tener tierras, tener ganado, así que éramos artesanos. Construíamos 
casas, muebles, aperos. Claro, qué otro oficio íbamos a tener. Los 
agotes también eran pescadores, tenían una habilidad tremenda en el río,
 agarraban las truchas con las manos. La pesca, la caza, la música y la 
madera. Eso ha sido siempre lo nuestro. 
 Santxotena tiene sesenta y nueve años y es un hombre alto, corpulento, 
compacto como otro bloque de madera. Se nota que su oficio es físico: da
 forma a esculturas y acaba dándose forma a sí mismo, tiene el torso y 
los brazos de quien maneja sierras, cepillos y mazas. Su pelo es 
abundante y blanco, la barba corta y blanca, los ojos oblicuos de un 
verde grisáceo, rasgos nórdicos en los que a él le gusta adivinar el 
origen de su raza maldita. Habla de los godos de Alarico, derrotados por los francos de Clodoveo
 en la batalla de Vouillé, godos fugitivos, godos refugiados en los 
valles pirenaicos. Habla de esos godos como si fueran bisabuelos a los 
que casi conoció. Y sospecha algo: el término despectivo cagots, una contracción de cas gots
 («perros godos», en lengua gascona), aparece en muchos documentos 
franceses para nombrar a unas gentes tan despreciadas en el Bearne como 
los agotes en Navarra. Los cagots,
 los agotes. Santxotena habla también de los vikingos que gobernaron 
Bayona durante un siglo y medio, que trajeron sus técnicas para 
construir barcos de madera, habla de algunos vikingos que se quedaron y 
fueron bautizados en masa para integrarse en la sociedad, aunque fuera 
como cristianos de segunda, habla de esas iglesias vascas con cubiertas 
de madera que parecen barcos boca abajo. Y en aquellas carpinterías 
Santxotena también intuye un origen. Habla, por fin, de los herejes 
albigenses, perseguidos por la Inquisición, que se desparramaron por el 
Bearne, Aragón, Navarra, Guipúzcoa.
 En cualquier caso: demasiados siglos para que quede algo sin mezclar de godos, vikingos o albigenses, ¿no? 
—Sí,
 el rastro de los agotes se ha perdido en todas partes. Yo he buscado en
 el Bearne, en pueblos donde sabemos que había barrios de cagots,
 en Navarrenx, en Lucq, y en la Baja Navarra, en Baigorri, donde vivían 
en la calle Michelenea, he preguntado en todos esos sitios y ya nadie 
sabe nada. Te dicen: los cagots, ah, sí, eran perseguidos, eran
 leprosos o algo así, ¿no? Pues sí, nosotros éramos leprosos. La Iglesia
 nos consideraba oficialmente leprosos, pero era lepra espiritual: en la
 Edad Media se creía en la lepra física y en la lepra espiritual, que se
 transmitía de padres a hijos. Éramos enfermos morales, gente de sangre 
impura. Esas historias se fueron olvidando, los agotes se iban a otro 
pueblo y nadie sabía que lo eran, se mezclaban con los demás. Pero el 
caso de Bozate es una excepción: porque Bozate fue un enclave. Fue un 
asentamiento de agotes, solo de agotes, se instalaron aquí y no se 
mezclaron. 
En
 el siglo XIII un grupo de foráneos llegó al Baztán y recibió el permiso
 del señor feudal de Ursúa para instalarse en sus tierras. Venían 
atravesando los Pirineos, huyendo de la Inquisición. 
—Éramos nosotros —dice Santxotena.
Xabier Santxotena. Foto: Ander Izagirre.
En 1515 los agotes de varias diócesis —Pamplona, Jaca, Huesca, Dax, Oloron— enviaron una carta al papa León X
 para protestar por las discriminaciones que sufrían en las iglesias. En
 la carta afirmaban que sí, que descendían de los herejes albigenses, 
pero que ya habían pasado doscientos años y que eran tan buenos 
cristianos como cualquier otro. 
El
 papa aceptó el argumento y emitió una bula para que a los agotes se les
 tratara sin discriminaciones. Entonces las Cortes de Navarra les 
concedieron igualdad de derechos, a pesar de las protestas de algunos 
eclesiásticos que insistían en que los agotes eran «distintos y 
enfermos», pero las bulas y las leyes sirvieron de poco: en los archivos
 siguen apareciendo, durante tres siglos más, protestas y querellas de 
los agotes, que seguían marginados en las iglesias, apartados de los 
cargos públicos, expulsados de los terrenos comunales, castigados, 
insultados, reprimidos. En esa ristra de documentos queda clara otra 
cosa: que los agotes dieron batalla.
Pero
 eran los perdedores de una vieja guerra religiosa. Y lo pagaron durante
 siglos. Sus antepasados profesaban la fe de los cátaros o albigenses 
—así llamados por la ciudad de Albi, núcleo de la herejía—: negaban 
algunos dogmas de la Iglesia, como la divinidad de Cristo, rechazaban 
sus sacramentos, criticaban el poder, la corrupción y la riqueza de la 
jerarquía católica. La cruzada albigense, encabezada por el papa y el 
rey de Francia entre 1209 y 1244, derrotó en varias batallas a los 
señores feudales occitanos que defendían el catarismo. Y allí se fundó 
la primera Inquisición: dedicada a perseguir a los herejes occitanos. 
Aquellos grupos amenazados de muerte se desperdigaron por el sur y el 
oeste de Francia, donde se les llamaba cagots, cascarots, gaffets —¿origen del despectivo gafe?—, gabach —¿origen del despectivo gabacho?—. Algunos cruzaron el Pirineo y se asentaron en pueblos navarros y aragoneses.
A
 los que llegaron al Baztán, a mediados del siglo XIII, el señor de 
Ursúa les cedió un terreno para que levantaran el pequeño barrio de 
Bozate. Eran artesanos de la madera, hábiles para la construcción de 
casas, molinos, muebles, herramientas, y al señor feudal le convenía 
tenerlos bajo su régimen de servidumbre.
Aquellos
 recién llegados lo tenían todo para que los demás habitantes del Baztán
 los rechazaran: eran extranjeros, eran herejes, además formaban un 
gremio, y como todos los gremios de la época, se transmitían los saberes
 con ritos secretos de iniciación. Gente sospechosa. Les negaron el 
derecho de vecindad, les prohibieron participar en la vida pública, 
ocupar cargos, casarse con otros. Los agotes se vieron abocados a la 
endogamia y es posible que esto alimentara la leyenda negra: se les 
atribuían todo tipo de enfermedades y deformaciones.
—Éramos
 cristianos pero no cristianos limpios —dice Santxotena—. Si vas a la 
iglesia de Arizkun, en la parte trasera todavía verás un arco cegado. 
Esa era la entrada de los agotes. Tenían que entrar por una puerta 
distinta y se quedaban en la parte trasera de la iglesia, separados por 
una verja. Había una aguabenditera y una pila bautismal aparte para 
ellos, y les daban la comunión con unas pinzas, para no tocarles las 
manos. 
*
 Voy, pues, a la iglesia de Arizkun. Cruzo el río y subo a la colina en 
la que está el pueblo: quinientos setenta y siete habitantes y todo un 
catálogo de arquitectura baztanesa. Las casas —muros blancos, sillares 
de arenisca roja en las esquinas, balcones de madera— lucen en la 
fachada el escudo del valle. Algo querrán decir.
 El escudo del Baztán es un tablero de ajedrez, coronado por un yelmo, y
 lo otorgó un rey navarro porque, cuentan, los baztaneses exponían sus 
vidas sin temor en el tablero de la guerra. En el año 1440, el rey 
reconoció la hidalguía colectiva de los nacidos en el Baztán: todos eran
 de sangre noble y, detalle importante, «indemnes de toda pecha e 
servitud». Es decir: no pagaban impuestos ni cumplían servidumbres. 
Excluyeron de la hidalguía, por supuesto, a los habitantes de Bozate. 
Llevaban doscientos años en el valle pero consideraron que no eran 
lugareños ni tenían sangre limpia.
 El convento de las clarisas de Arizkun tiene una fachada barroca 
imponente, que podría estar en alguna ciudad del Perú —pagada por Iturralde, uno del pueblo, tesorero de Carlos II y secretario de hacienda de Felipe V—. La iglesia de San Juan Bautista, más sobria pero también monumental, tiene un retablo barroco —pagado por Goyeneche, otro del pueblo, consejero de Felipe V y tesorero de la reina—. 
 Rodeo la iglesia, busco la parte trasera, veo el arco tapiado: la puerta de los agotes.
 Quiero preguntar, pero ha estallado una tormenta de verano, llueve a 
mares y no anda nadie por el pueblo. Al rato, por la mitad de la calle 
viene un chico de veintipocos, caminando deprisa bajo la lluvia, con un 
chubasquero y unas botas de goma. Viene de trabajar en una granja. 
—Me han dicho que la iglesia tiene una puerta tapiada…
—¿Una
 puerta tapiada? No sé, no tengo ni idea —sonríe, un poco apurado por no
 saber de qué le hablo—. Bueno, tienes el atrio, con las losas, ¿las has
 visto?, son losas de tumbas, con los nombres de las familias. Eso antes
 era el cementerio. Pero de la puerta, ni idea. Jo, ya lo siento, ¿eh?, 
es que yo, de iglesias y eso… 
 Vuelvo a la parte trasera de la iglesia y justo pasa por allí una monja
 clarisa muy pequeña, un poco encorvada, con hábito marrón y toca 
blanca. Rondará los ochenta. Le pregunto por la puerta tapiada. 
—Por ahí entraban a misa los del barrio de Bozate.
—¿Los agotes?
—Sí.
 Entraban aparte. Hasta que vino un párroco y dijo que eso no podía ser,
 porque todos somos iguales, no se podía andar separando así a la gente 
en la iglesia. Mandó cerrar esta puerta. Y se tuvo que ir. 
—¿Se tuvo que ir el párroco?
—Sí. Los del pueblo se le pusieron… ¡buf!
—Pero eso será una historia antigua, ¿no? 
—Sí,
 sí. Ya no hay nada de eso, gracias a Dios. Los agotes eran una gente 
muy fina, muy trabajadores, muy buenos. Eso ya se acabó.
—Ya no hay discriminación.
—No, ni agotes tampoco. Agotes ya no queda ninguno.
 La puerta tapiada de la iglesia de Arizkun. Foto: Ander Izagirre.
*
 Dos nietos de Santxotena, de doce y nueve años, juegan en la orilla del
 río Baztán. Están de rodillas, inclinados sobre las aguas, manejando un
 salabardo para pescar alguna trucha. Santxotena los observa, orgulloso.
 Una de sus esculturas se llama Amuarraina
 («trucha»), un medio tubo metálico con cabeza de pez, que sale desde la
 tierra en diagonal, como un misil hacia el cielo. La pesca fue uno de 
los oficios de los agotes, la trucha es para Santxotena un tótem del 
río, sus nietos las buscan ahora entre las aguas. 
—¿Habéis visto alguna?
—Qué
 va. Es que hay muchas hojas y no se ve nada —la tormenta de media tarde
 ha revuelto las aguas, que bajan turbias. Las truchas se han escondido.
 Santxotena se ríe, encantado con los chavales.
—Míralos, qué par de rubios son, y buscando truchas. Dos agotes.
 Los chavales no hacen mucho caso a su abuelo con estas cosas. Viven en 
Vitoria, van más a la piscina que a los ríos, y cuando un amigo de la 
familia le preguntó si él era también agote, el chico mayor no supo qué 
contestar. Si tu padre es agote, tú serás agote, ¿no?, le dijo. Y el 
chaval dijo que bueno, que sí, que debía de serlo. Esas historias ya no 
tienen mucha importancia para los jóvenes.
 Para algunos viejos todavía sí. En 1998, Santxotena abrió la casa-museo
 Gorrienea, en Bozate. En ella enseña cómo eran las viviendas de los 
agotes, mucho más pequeñas que las del resto del valle, porque les 
prohibían tener ganado y labrar campos, así que no necesitaban establo 
ni granero. Enseña los dormitorios, los muebles de madera tallada, las 
herramientas. Algunos vecinos se tomaron mal la apertura del museo y 
alguien le hizo una pintada: Utzi auzoa bakean
 («deja el barrio en paz»). En Bozate aún desconfían de quienes vienen 
preguntando por la historia de los agotes, o quizá sea más justo decir 
que ya están hartos. 
—Es
 comprensible —dice Santxotena—. Hubo novelistas que dieron una imagen 
siniestra del barrio. Ya ves cómo son las casas, muy bien construidas, 
encaladas, limpias, luminosas. Si es que los agotes eran constructores: 
cómo iba a ser su barrio, pues un barrio estupendo. Y tenían oficios 
cualificados, ganaban bien, tenían un nivel de vida igual o mejor que el
 resto del valle. Pero estaba la leyenda negra. Y eso ha durado mucho, 
todavía sigue pasando, se han hecho programas de televisión 
sensacionalistas…
 Pero en los últimos años han proliferado las novelas y películas 
situadas en el Baztán, que han tocado el tema de los agotes, y la propia
 oficina de turismo del valle promociona ya esta historia, como 
atracción. El tabú se derrite.
—Los
 recelos y los complejos son por pura ignorancia —dice Santxotena—. Se 
acabarán cuando divulguemos bien la historia de los agotes, que es 
fantástica: está el misterio de su origen, está su barrio, con su 
arquitectura tan peculiar, están sus oficios, sus habilidades, las 
huellas de los agotes que podríamos buscar en templos medievales como el
 santuario de La Antigua, en Zumárraga, con esa cubierta de madera que 
parece un barco boca abajo… Cuando apreciemos todo esto, la mentalidad 
cambiará. Yo estoy convencido: en una generación, lo que era vergüenza 
pasará a ser orgullo.
visto en:http://www.jotdown.es 
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