Si
me preguntaran cuál es la razón por la que me dedico al estudio del
cerebro, no me haría falta pensarlo dos veces: por su capacidad para
cambiar, por cómo se adapta a las condiciones a las que nos sometemos.
Se atribuye a Heráclito de Éfeso la famosa frase: no se puede uno bañar
dos veces en el mismo río. Y no le faltaba razón. Si en algo coinciden
—o deberían coincidir— psicólogos y neurocientíficos es que nuestras
experiencias previas condicionan la forma en la que respondemos a las
nuevas situaciones que se nos presentan. De esta forma, cuando nos
enfrentamos a una situación por primera vez, influirá en cómo plantamos
cara a una situación parecida en el futuro.
Cada vez disponemos de más y más pruebas de que, cuando aprendemos algo nuevo, se producen cambios en nuestro cerebro que reflejan aquello que hemos aprendido. Y esto no es debido a otra cosa que esa capacidad de ajustarse a los cambios. Es lo que llamamos la plasticidad neuronal, una propiedad emergente del sistema nervioso. ¿Y para qué nos sirve la plasticidad? Gracias a ella, somos capaces de las más grandes proezas, desde aprender a manejarnos por las calles de Londres, a tocar el violín o convertirnos en grandes artistas circenses.
Ni Google ni la NSA... tu cerebro sabe exactamente dónde estás
Tanto si alguna vez has viajado a Londres como si has visto alguna película o serie ambientada en la ciudad que vio nacer a Sherlock, habrás notado que uno de sus iconos internacionales son los llamados cabs, los famosos taxis negros de diseño retro. Puede que no te hayan parecido nada del otro mundo, pero te aseguro que los taxistas londinenses son un caso especial.
Para obtener la licencia hay que pasar por un examen lo suficientemente temido como para tener nombre propio: The Knowledge —bueno, puede que los británicos sean de por sí bastante dramáticos, no hay más que ver sus sesiones parlamentarias—. Tal es la complejidad del callejero de la capital británica, con más de 25.000 calles y miles de puntos de referencia, que normalmente se suele tardar entre tres y cuatro años en aprobar el examen. Supone un aprendizaje tan duro que, al acabar, podríamos decir que ya no son los mismos. Al menos no sus cerebros.
Es ya un clásico el experimento en el que Eleanor Maguire, investigadora del centro de neuroimagen del University College de Londres, utilizó escáneres de resonancia magnética para estudiar el cerebro de aquellos capaces de absorber The Knowledge. Encontró que los que aprobaban el examen tenían un hipocampo de mayor tamaño en su parte posterior. Esta estructura, recordemos, nos ayuda a generar un mapa mental gracias al cual podemos orientarnos y ser capaces de llegar del punto A al punto B de la forma más óptima posible. Aquellos aprendices de taxista que se quedaron por el camino, no presentaban cambios en su estructura cerebral.
La música amansa a las fieras... y a los cerebros
Que la música tiene un poderoso efecto en nuestro cerebro es algo de lo que ya hemos hablado por estos lares. Pero una cosa es que nos haga venirnos arriba y otra muy distinta que cambie nuestra estructura cerebral.
Llegar a ser un músico habilidoso requiere, evidentemente, mucha práctica y unas buenas capacidades perceptivas, motoras, organizativas, de memoria, etc. En los últimos tiempos, se ha demostrado que todo este entrenamiento induce cambios en el cerebro. Varias áreas relacionadas con la audición, fundamentalmente en el lóbulo temporal, están más desarrolladas en músicos profesionales respecto a gente que no ha aprendido a tocar un instrumento, llegando incluso a ser hasta 10 veces más grandes. Además, los cambios inducidos por el aprendizaje musical no sólo son estructurales sino funcionales. Es decir, no sólo hay regiones cerebrales más desarrolladas, sino también mejor conectadas entre sí.
Otra cuestión interesante es cómo los músicos profesionales llegan a alcanzar tal dominio de sus instrumentos. Por ejemplo, se ha demostrado que los músicos que tocan instrumentos de cuerda tienen una mayor área cerebral dedicada al control motor de los dedos, lo que nos sugiere que el cerebro se adapta de forma plástica en función del uso que le demos a nuestro cuerpo. No es comparable la fina destreza que logra un violinista con sus manos, al control que alcanza un bailarín de su propio cuerpo.
Neuronas que hacen malabares
Del ballet de Moscú al Circo del Sol, la danza tiene algo magnético que nos hipnotiza y nos hace soñar como niños. Al fin y al cabo, a todos nos parece sobrenatural que una persona pueda ser capaz de llevar su cuerpo al extremo, y aun así superarse. Y claro, raro sería que ningún investigador hubiera visto el espectáculo y hubiera decidido averiguar qué ocurre en las cabezas de estos portentos del trabajo físico.
En el año 2004 unos investigadores de la Universidad de Ratisbona en Alemania se propusieron comprobar qué efectos producía en el cerebro un entrenamiento de malabares de tres meses. Descubrieron que este tipo de práctica provoca un aumento de las regiones cerebrales encargadas de percibir el movimiento. Además, estos cambios se mantienen durante meses, incluso si dejas de practicar. Y no sólo con este tipo de actividad, investigaciones posteriores han evaluado otras como la meditación, encontrando resultados similares. Con un programa de entrenamiento de 11 horas a lo largo de 4 semanas, investigadores de la Universidad de Oxford vieron que se fortalecen las conexiones del cerebro entre las áreas que nos ayudan a controlar la atención. Estos resultados concuerdan con investigaciones previas en las que se está viendo que la meditación tiene efectos positivos para distintas funciones psicológicas, como la memoria, el aprendizaje, la toma de decisiones, etc., como bien explica Sergio García Morilla en su blog.
¿Y cómo se producen todos estos cambios? Aquí las cosas están menos claras. Existen varias hipótesis, pues se han encontrado datos parciales que apuntan en distintas direcciones. Por ejemplo, recientemente se ha comprobado que las espinas dendríticas, las zonas donde las neuronas conectan entre sí, aumentan tras una hora de aprendizaje motor en ratas. Es decir, en muy poco tiempo las neuronas son capaces de cambiar para ser más efectivas, para conectar con más facilidad las unas con las otras. Sin embargo, este tipo de cambios rápidos no son suficientes para mantener el aprendizaje, también es necesario provocar cambios más lentos pero duraderos. En caso contrario, olvidaríamos las cosas al poco tiempo, pues para retener las cosas en la memoria a largo plazo necesitamos que los cambios sean más resistentes a las interferencias y al olvido. En esta dirección, otros investigadores se han centrado en estudiar, por ejemplo, cómo las células madre se convierten en nuevas neuronas para establecer las conexiones apropiadas para reflejar aquello que aprendemos. Este proceso tarda meses, por lo que podría estar relacionado con esa forma de retener aprendizajes en nuestra memoria de forma más duradera.
Así, entre las adaptaciones rápidas y los cambios duraderos, el cerebro se encuentra constantemente cambiando como resultado del entrenamiento, el aprendizaje y la experiencia. No sólo cuando somos niños, sino durante toda nuestra vida, no paramos de cambiar. Así que todavía hay esperanza: nunca es tarde para aprender a tocar un instrumento o a bailar, pues no sólo es una gratificante experiencia personal, sino que nos cambia por dentro y nos prepara para enfrentarnos a las situaciones futuras con más recursos a nuestro alcance.
Daniel Alcalá López
PsicoMemorias
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