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4 abr 2015

AVICENA PRÍNCIPE DE LOS SABIOS.


Avicena
Avicena es un intelectual de gran prestigio en la historia de la filosofía y, además, en la historia de la medicina. Genio precoz, memorizó el Corán cuando tenía apenas diez años. En la temprana adolescencia se enamoró de la filosofía. Con el paso del tiempo, sus obras tendieron un puente entre Oriente y Occidente. Avicena es uno de los pensadores más destacados de la denominada filosofía islámica.

1. Vida y obras

Abū ‘Ali al-Husayn ‘Abd Allah ibn ‘Ali ibn Sinā, conocido en la tradición latina como Avicena, nació aproximadamente en el año 980, en Afshana, muy cerca de Bujārā, un sitio ubicado en Turquestán. Murió en el año 1037, en Hamadán. Se cuenta que desde muy pequeño se interesó en el estudio de la filosofía, la gramática, la medicina, el derecho, la geometría, la música y la religión. Su padre trabajaba en la administración pública y falleció cuando Avicena tenía aproximadamente veintidós años. Entonces él fue el heredero de la familia.
A los dieciocho años era ya un experto en Medicina y ello le permitió convertirse en el médico del sultán de
Bujārā, quien le abrirá las puertas de su biblioteca. Desde entonces, se convertiría en un gran estudioso. Sus habilidades médicas fueron tales, que cerca del año 1002 compuso una obra dedicada a corregir los errores de los tratamientos médicos.
La filosofía de Avicena no es comprensible al margen de las discusiones generadas en sus tiempos entre chiítas y sunitas. Avicena conoció, desde muy joven, cuáles eran las discrepancias entre estos dos grupos religiosos. Cada uno de ellos había concebido versiones distintas del desarrollo histórico del islam. Los sunitas consideraban que para elegir al sucesor del Profeta bastaba con encontrar un califa adecuado para ser el líder espiritual y político. En cambio, los chiítas alegaban que debía haber un parentesco sanguíneo entre el Profeta y el califa. Por ello, estos últimos tomaron partido por el primo de Mahoma, Alí, el primer imām. Los chiítas admitían solamente doce califas descendientes directos del Profeta. El último había sido Muhammad, desaparecido en el año 874. A partir de entonces, creían que el último imām se había ocultado, pero seguía guiando y comunicándose con sus fieles a través de un representante, un mahdi o guiado. Por ello, una discrepancia más entre estos dos grupos fue la noción de “imām”: mientras que para los sunitas se trataba de un simple recitador del Corán, para los chiítas el imām era un mahdi, un guiado, es decir, un guía político y religioso a quien le correspondía la orientación y educación de la comunidad.
En sus orígenes los chiítas fueron muy conservadores. Sin embargo, en el siglo X se difundió rápidamente la creencia en que las verdades reveladas debían comprenderse y defenderse a través de la kalām o teología. Este saber echaba mano de una rama de la ciencia lógica de los griegos, a saber, la dialéctica. El padre de Avicena solía discutir con algunos amigos chiítas, específicamente de la rama ismailí. Las temáticas que abordaban, serían también de sumo interés para Avicena, especialmente las naturalezas del alma y del intelecto. Avicena será un personaje indispensable para comprender las relaciones entre fe y razón en el seno del chiísmo. También será un referente para comprender cómo fue que el chiísmo asumió diversas teorías neoplatónicas.
Avicena recibió una buena formación religiosa. Después aprendió filosofía bajo la tutoría del maestro Nātilī, con quien estudió por primera vez la Isagogē de Porfirio. Posteriormente, estudiaría el corpus aristotélico y a varios de sus comentadores. Se cuenta que su pasión por la filosofía fue tal, que se dedicaba día y noche a la minuciosa revisión de los argumentos que encontraba en los libros. Según sus biógrafos, reducía cada argumento a sus premisas constitutivas con la finalidad de corregir los silogismos y someter sus conclusiones a prueba.
Avicena fue un viajero. Hasta el año 1012 vivió en Gurgānŷ y, más tarde, se trasladó constantemente a
distintas ciudades: en Ŷūrŷan compuso el libro primero de sus Cánones de Medicina y conoció a su amigo, discípulo y, además, biógrafo, al-Ŷūzŷānī; hacia 1014; en la ciudad de Rayy, cura la melancolía del emir Maŷd al-Dawla, quien se convierte en su protector y amigo; al morir Maŷd al-Dawla, se traslada a Qazwīn, donde es nombrado visir, pero sus enemigos lo capturarán y encarcelarán.
Avicena redactó varias obras. Uno de los estudiosos más reconocidos de su filosofía, Badawi, ha reunido cerca de doscientas setenta y cinco que podrían atribuírsele. Entre éstas se incluyen trabajos relacionados con la ciencia médica, con la religión, la filosofía y hasta con la angelología y la mística. Aquí solamente se enunciarán algunas obras cuya autoría se conoce con toda seguridad. En primer lugar, habría que mencionar su principal obra médica titulada Libro del Canon de Medicina. Este trabajo se estudió detalladamente en la Edad Media. De hecho, la traducción elaborada por Gerardo de Cremona sería el texto base en las Escuelas de Medicina durante el siglo XIII. Junto al Canon, ocupa un lugar igualmente relevante su monumental obra filosófica titulada Libro de la curación (Kitāb al-Shifā), un verdadero compendio filosófico que abarca la ciencia física, la metafísica y la lógica, y cuyas versiones latinas fueron muy aprovechables gracias al interés de personajes como Domingo Gundisalvo, Miguel Escoto y Juan Hispano.
Hay quienes han leído a Avicena como si fuese un autor religioso, un místico más que un filósofo. La razón es que obras como el Libro de las orientaciones y advertencias, la Epístola del pájaro o el Relato de Salāmān y Absāl, están escritas con un estilo metafórico que fácilmente hace pensar en lecturas espirituales. Sin embargo, una buena parte de los especialistas en su filosofía coinciden en que Avicena está presentando su filosofía con un lenguaje distinto. En su obra filosófica utiliza un lenguaje literal y, en otros escritos, se toma la libertad de expresarse con un lenguaje simbólico o metafórico aunque en ambos casos está hablando de lo mismo.

2. Ordenación de la filosofía

Para Avicena el fin de la filosofía es «informar acerca de las verdades de todas las cosas en la medida de lo posible al hombre». Y continúa: «las cosas existentes, o bien existen sin depender de nuestra voluntad ni de nuestra actividad, o bien existen por nuestra voluntad y actividad. Al conocimiento de las cosas que pertenecen a la primera división se le llama filosofía teórica; al conocimiento de las cosas que pertenecen a la segunda división se le llama filosofía práctica. El fin de la filosofía teórica es perfeccionar al alma por el mero conocer; el fin de la filosofía práctica es perfeccionar al alma, no por el mero conocer, sino conocer lo que hay que hacer y hacerlo. Por tanto, el fin de la teórica es la adquisición de una opinión que no es práctica, mientras que el fin de la práctica es conocer una opinión que es práctica» [Avicena 1952a: 12].
Avicena retoma la división aristotélica de las ciencias en teóricas y prácticas. Las primeras son la Filosofía primera o Ciencia divina, las Matemáticas y la Física; éstas se ocupan del conocimiento verdadero de la realidad. Las segundas son la Ética, la Económica y la Política; éstas se ocupan de las acciones humanas y, en concreto, de las acciones buenas y virtuosas. Además, junto a estas dos clases de ciencias, le da importancia a la lógica como un saber instrumental de toda ciencia. Como sus antecesores, al-Kindī y al-Fārābī, Avicena piensa que la Filosofía primera es la ciencia más noble y elevada de todas, y ésta comprende la Metafísica y la Teología, teniendo ambas como tema capital el ser.
La ciencia más noble se dedica, en efecto, al estudio del ser y, concretamente, del Ser supremo que es Dios. En este sentido, la Teología tiene un papel definitivo porque se encarga de estudio al Ser absolutamente necesario, trascendente y causa de todos los demás seres. Existe en Avicena una distinción entre los seres necesarios y los seres contingentes. En otras palabras, uno es el Ser que estudia la Teología (el ser necesario), y otro el que estudia el resto de las ciencias (el ser contingente o creado). Aún cuando se ve la relevancia que tiene la ciencia teológica para Avicena, es pertinente distinguir entre Teología y Metafísica. Ambas forman parte de la Filosofía Primera. Sin embargo, la Metafísica estudia propiamente a la sustancia inmaterial, los primeros principios y el ser en tanto que ser. En este último sentido, coincide completamente con el objeto propio de la Teología que es Dios. Por esta razón, aunque hay cierta diferencia, ambas son muy cercanas. A fin de cuentas, la metafísica y teología se implican y se involucran entre sí porque ambas se ocupan del Ser necesario.
La descripción de las otras dos ciencias especulativas, a saber, la Matemática y la Física, fue bien conocida a lo largo del medioevo. Avicena se refirió a la Matemática como una ciencia que se ocupa de los seres que existen en la materia pero pueden ser abstraídos de ésta. La Física, en cambio, se ocupa de los seres materiales y, como tal, se ocupa de los seres que no pueden existir sin materia.
Para Avicena las ciencias prácticas son igualmente relevantes. El filósofo persa insiste en la necesidad de comprender la doble dimensión de la filosofía. Ésta no puede ser exclusivamente teórica, sino también práctica. Por ciencias prácticas entiende aquellas cuyo fin no se limita a la adquisición del conocimiento, sino que buscan la obtención una opinión acertada con vistas a una acción.

3. La Lógica

En su concepción de la lógica, Avicena está influido por los estoicos, los peripatéticos y los neoplatónicos. Aunque buena parte de sus trabajos en esta disciplina son comentarios a los tratados lógicos de Aristóteles, hay varios aspectos en los que Avicena se separa discretamente de éstos. Esto se explica por los rasgos de estoicismo que había en Galeno, en Alejandro de Afrodisias y en algunos otros comentadores alejandrinos estudiados por Avicena. El tema lógico aparece a lo largo de diversas obras: obviamente en su monumental Shifā, en su versión abreviada Kitāb al Najāt (Libro de la Salvación), en Ishārāt wa-al-tanbīhāt (Anotaciones y admoniciones sobre lógica) y en un trabajo que posiblemente es un fragmento del libro al-Hikmat al-Mashriqīyya (La Sabiduría de los Orientales) y que se titula Mantiq al-Mashriqīyyīn (La lógica de los Orientales).
La lógica es un saber instrumental o propedéutico de la filosofía: «[la lógica] no es más que una parte de la filosofía; pero en tanto que es útil para ello, será tenida por instrumento en la filosofía. Y si la filosofía se ocupa de toda investigación teórica y desde cualquier aspecto, esta ciencia será parte de la filosofía e instrumento para las otras partes de la filosofía» [Avicena 1952a: 16]. Al igual que al-Fārābī, Avicena fue un gran lógico. La lógica le sirvió para discernir los juicios verdaderos de los falsos, y los conceptos válidos de los inválidos. Para ello, el lógico no necesita hacerse cargo, según Avicena, de la naturaleza de las cosas o del modo en que existen. La lógica solamente se ocupa de los “objetos mentales”, es decir, de los conceptos y los juicios. En consecuencia, el lógico no se ocupa, por ejemplo, de la descripción de determinado objeto existente; más bien, se ocupa de éste en tanto que puede fungir como sujeto o predicado de un juicio, en tanto que es individual o universal, esencial o particular. Esto no quiere decir que la lógica haga caso omiso de la naturaleza de las cosas. Lo que quiere decir es que no las estudia como tales, pero sí las supone en tanto que al lógico le interesa el estudio de las proposiciones a través de las cuales se transmite el sentido de los conceptos.
Avicena focaliza sus estudios sobre lógica en dos nociones: el concepto (tasawwir) y el asentimiento (tasdīq). Por un lado, los conceptos sirven para definir y conocer la esencia de las cosas. Por el otro, la noción de asentimiento, tomada tal vez de la lógica estoica, se refiere al conocimiento que podemos obtener a través del método silogístico. De esta manera, es claro que lo que aporta la lógica son las definiciones y los silogismos.
En varios trabajos lógicos como el Kitāb al-Burhān y el Kitāb al-Jadal —los comentarios o contrapartes de la demostración de Analíticos Posteriores y la dialéctica de los Tópicos, respectivamente—, el Kitāb al-Qiyās (Libro del silogismo) y el Ishārāt wa-al-tanbīhāt (Anotaciones y admoniciones sobre lógica), Avicena recuerda que las premisas del silogismo demostrativo son verdaderas y universales; que la dialéctica utiliza como premisas las opiniones más aceptadas. Demostración y dialéctica se distinguen porque la primera se ocupa de la verdad teorética y la segunda sirve para materias prácticas. Pero el silogismo demostrativo y el dialéctico no son los únicos que existen. Se suman el retórico y el poético. Estos dos últimos convencen generando efectos emocionales o bien, mediante elocuciones persuasivas (retórica) o a través de representaciones atractivas sugeridas a la imaginación (poética) [Avicena 1966: I, 5]. Cada uno de estos modos argumentativos genera un “estado mental” distinto: la demostración conduce a la certeza; la dialéctica a la opinión fuerte; el estado mental de las otras dos artes no puede denominarse “convicción”, pero con ellas se alcanza “cierto asentimiento”.

4. Metafísica y Cosmología

Líneas arriba se explicaba que para Avicena la ciencia más noble es la Teología y que ésta, al igual que la Metafísica, se ocupa del Ser necesario, de Dios. El Ser necesario contrasta con el resto de los seres que no son necesarios sino contingentes. La distinción entre Ser necesario y ser contingente es fundamental para comprender el planteamiento metafísico y cosmológico de Avicena. Esta distinción servirá también para entender la diferencia planteada entre esencia y existencia, misma que reaparecerá en varios filósofos medievales como Maimónides y Tomás de Aquino. El punto de partida de la metafísica aviceniana la descripción del Ser necesario: «Decimos: el ser necesario no puede tener una esencia a la que la necesidad de ser le acompañe, sino que hemos de decir que el ser necesario es el que se entiende a sí mismo como ser necesario» [Avicena 1960: 344)].
El ser necesario es, pues, Dios. Según Avicena, Dios es simplísimo, perfectísimo, inmutable e inefable. Sujetándose a la tradición islámica en la que un principio básico es la unidad y unicidad de Dios, Avicena defiende, también, que es Uno, único y, por lo tanto, en Él es imposible la multiplicidad. Otra característica del ser necesario es que en Él la esencia y la existencia se identifican: Dios no puede concebirse a sí mismo de otra manera más que existiendo. Afirmaciones como éstas son más comprensibles si se distinguen las distintas clases de seres postuladas por Avicena. La noción de “ser” es la primera en aparecer en nuestra mente, es algo que reconocemos intuitiva y directamente desde que nos preguntamos el qué de las cosas. Es una noción que está implicada con nuestro conocimiento y que sale a relucir de manera inmediata cuando nos percibimos a nosotros mismos y al mundo. No obstante, según Avicena, la noción del ser no debe identificarse exclusivamente con los entes sensibles. Es cierto que también se habla del ser cuando nos referimos a cosas que son sólo inteligibles puros o también cuando aludimos a la esencia de las cosas al margen de su existencia. Por lo tanto, el ser es un concepto primario que sale a relucir, insiste Avicena, o cuando el ser humano se percibe a sí mismo como algo existente o cuando aprehende los seres del mundo empírico. Sin embargo, no se identifica ni con uno ni con otro de manera absoluta. El ser es lo más común a todas las cosas existentes y, en ese sentido, es ininteligible en sí mismo.
Sostiene Avicena que cuando intentamos analizar cuidadosamente cualquier ser que conocemos, descubrimos que existe y que posee una esencia. Éstas, esencia y existencia, pueden ser idénticas —como sucede en el caso de Dios— o pueden ser distintas, tal como sucede en el caso de los seres contingentes. Existe, entonces, un ser en donde ambas se identifican y que es, por tanto, un ser en sí y necesario; pero hay también seres en los que no se identifican, a saber, los seres contingentes cuya característica es que no son en sí, sino en función de un agente externo que es, precisamente, Dios. En otras palabras, los seres contingentes son productos de la creación divina o, dicho con mayor precisión, han emanado de Dios. Se encuentra aquí la división aviceniana del ser necesario y contingente: «El ser necesario es aquel que, si se supone no existente, implica contradicción. El ser posible es aquel que puede suponerse como no existente o existente sin implicar contradicción. El ser necesario es de existencia indispensable, mientras que el ser posible es el que no tiene en sí necesidad de ninguna manera, es decir, ni para existir ni para no existir» [Avicena 1960: 31].
La noción de “necesidad” está relacionada con la de “posibilidad” y con la de “imposibilidad”. Estas tres nociones son categorías modales de la lógica y lo que hará Avicena es trasladarlas de un plano lógico a uno metafísico. Pasará a la historia como el primero en haber hecho tal traslación. Sin embargo, antes al-Fārābī, vinculando algunas tesis neoplatónicas y aristotélicas, había planteado algo muy similar.
En resumen, el ser o es necesario o posible. No puede darse un ser imposible porque nuestra mente no puede concebir lo imposible. El ser necesario no puede ser imposible. El posible puede existir o no existir y, para existir, necesita de una causa externa. Si esa causa externa que, como se veía en el párrafo anterior, es Dios, es en tal caso cuando se dice que este Ser le otorga la existencia a algo posible, le dota entonces de una existencia necesaria. De este modo los distintos niveles del ser son todavía más precisos: uno es el ser necesario y, por otra parte, los seres posibles pueden ser “posibles por sí mismos” o “necesarios por otro”. Ahora bien, todos los seres posibles poseen esencia pero no necesariamente existencia. La existencia les es dada por otro agente y, en este sentido, en los seres contingentes será siempre “accidental” (se discute el uso de este término en Avicena y su papel en discusiones posteriores como la que se da entre Tomás de Aquino y Suárez). Estos presupuestos metafísicos son indispensables para comprender, ahora, cómo es que se da el proceso de emanación en Avicena. El Ser necesario, Dios, no puede dar lugar a lo imposible, sino solamente a lo posible y, en el momento en que lleva una esencia a la existencia, la dota de una existencia necesaria. Dado que en los seres contingentes la esencia no implica su existencia y, sin embargo, vemos que el mundo existe, luego, éste tuvo que haber sido generado necesariamente. Avicena no piensa que el mundo sea producto de un acto libre y voluntario de Dios. Más bien, Dios piensa todas las esencias posibles y éstas pueden llegar o no a existir. En otras palabras, el Ser necesario no puede originar algo que sea puramente contingente. Por ello, afirma Avicena que lo contingente llega a tener algo de necesario. Sin embargo, a pesar de lo anterior, Avicena insiste en que Dios y los seres contingentes se distinguen esencialmente: en Dios la esencia es la existencia y en los seres contingentes la existencia es un “accidente”, aunque sea sólo en el sentido de que les ha sido dada extrínsecamente.
Ahora bien, ¿cómo es posible que el ser necesario, simplísimo y único dé lugar a la multiplicidad del mundo material? Lo primero que debe originar este ser necesario es algo que se le asemeje. Según Avicena, el ser necesario da lugar al primer intelecto. Éste es necesario porque procede de Dios y, precisamente por ello, es necesario por otro. Además, aunque es un sólo intelecto, ya no es simple porque, al haber sido generado, su esencia ya no se identifica con su existencia. Debido a que ha perdido su simplicidad y es ahora una mezcla de necesidad y contingencia, este intelecto está en condiciones de llevar a cabo un doble acto intelectivo del que surgen tres seres: cuando este intelecto se piensa a sí mismo como necesario porque ha recibido su existencia directamente del ser necesario, entonces genera al alma que mueve el primer cielo; cuando se piensa como distinto del ser necesario, se entiende a sí mismo como posible y entonces genera el cuerpo de ese primer cielo; cuando piensa ahora en su origen, es decir, en el ser necesario, genera un nuevo intelecto. El proceso se repite hasta llegar al décimo intelecto que es el agente [Avicena 1960: 313-314]. Así, para concebir el intelecto agente se necesita pasar por las siguiente fases: 1) intelecto, cuerpo y alma de las esferas; 2) intelecto, cuerpo y alma de las estrellas fijas; 3) intelecto, cuerpo y alma de Saturno; 4) intelecto, cuerpo y alma de Júpiter; 5) intelecto, cuerpo y alma de Marte; 6) intelecto, cuerpo y alma del Sol; 7) intelecto, cuerpo y alma de Venus; 8) intelecto, cuerpo y alma de Mercurio; 9) intelecto cuerpo y alma de la Luna; 10) intelecto agente.
Al inicio, se mencionaba que Avicena se había interesado en la angelología. Y, en efecto, piensa que los intelectos y las almas de las esferas celestes que se acaban de exponer, se identifican con los ángeles. Los intelectos son los querubines y las almas los ángeles que, además, son intermediarios entre el mundo supralunar y el mundo sublunar. También son ellos quienes disponen a la materia para que ésta pueda recibir la forma por parte del décimo intelecto o intelecto agente. En efecto, es al intelecto agente a quien le corresponde producir las formas sensibles que formarán a todos los seres corpóreos del mundo terrestre. Este mundo está compuesto por seres corpóreos en los que también existe una gradación, desde el animal racional hasta los vegetales, los minerales y los cuatro elementos. Todos los seres corpóreos están compuestos por materia y forma. Avicena es fiel al hilemorfismo aristotélico. Sin embargo, su noción de forma será notoriamente platónica y poco aristotélica. La materia es privación, potencia, receptividad, multiplicidad y, por lo tanto, lo más alejado del Ser necesario. Esta concepción tan negativa de la materia, será indispensable para comprender la psicología aviceniana. Avicena insiste en la superioridad del alma sobre el cuerpo y cómo su vinculación con este último es meramente transitoria. Avicena es uno de los mayores defensores de la inmortalidad del alma y a un crítico de la reencarnación.

5. Psicología

Al igual que la de sus antecesores la psicología aviceniana está notoriamente influida por el tratado Acerca del alma de Aristóteles. Tal como aparece en esta última obra, Avicena comparte la existencia del alma entendida como principio de operación de un cuerpo organizado: «El alma es perfección primera. Y puesto que la perfección primera es perfección de algo, el alma es la perfección de algo y este algo es el cuerpo. (…) [es] la perfección de un cuerpo natural del que proceden sus perfecciones segundas por los órganos por medio de los cuales se sirve en los actos de la vida, de los cuales los primeros son la nutrición y el crecimiento. Entonces, el alma que encontramos es perfección primera de un cuerpo natural dotado de órganos y que realiza los actos de la vida» [Avicena 1956: 15].
No obstante, Avicena se separa ligeramente de Aristóteles y muestra una comprensión neoplatónica del alma dándole a ésta prioridad absoluta sobre el cuerpo. En otras palabras, con sus conocimientos médicos y sus agudas observaciones sobre el funcionamiento del cuerpo humano, Avicena complementa a Aristóteles y sostiene con él que para que puedan darse las operaciones del cuerpo se necesita forzosamente del alma; al mismo tiempo, piensa, como los neoplatónicos, que ésta puede subsistir sin el cuerpo. De esta manera, en vez de pensar en los seres vivos en términos de unidad cuerpo y alma, es decir, como un compuesto, opta por el dualismo platónico en donde el alma puede concebirse como algo que da vida al cuerpo, pero sigue existiendo al perecer el cuerpo. La centralidad del alma es tal, que Avicena llega a afirmar que el “yo” es el alma: «Cuando entiendo que el alma es aquello que es principio de estos movimientos y de estas percepciones que tengo y fin de ellas en este conjunto, sé que o bien ella es verdaderamente el yo, o bien es el yo que se sirve de este cuerpo, como si yo ahora ni pudiera distinguir la percepción del yo separadamente, sin mezclarse con percepción de que el yo está sirviéndose del cuerpo y está unido al cuerpo» [Avicena 1956: 253].
Además, piensa Avicena que podemos percatarnos de la existencia de nuestra alma de manera intuitiva e inmediata. Los seres humanos somos capaces de reflexionar sobre nosotros mismos y nuestra propia existencia y, de este modo, afirmamos nuestro ser a cada momento sin necesidad de la mediación de los sentidos o alguna otra facultad. Avicena advierte que podemos percibirnos a nosotros mismos de manera inmediata y, a esa acción “auto-reflexiva”, se le ha conocido como “el argumento del hombre volante”. Éste, a su vez, funge como un argumento para demostrar la existencia del alma: cuando nos reflexionamos y nos percibimos a nosotros mismos, percibimos algo más que un conjunto de órganos corporales; percibimos nuestro yo.
Siguiendo a Aristóteles, Avicena también divide al alma en tres especies de acuerdo con sus operaciones: la vegetativa, la sensitiva y la racional. Las operaciones propias de la primera son la reproducción, el crecimiento y la nutrición. Las de la segunda son la percepción y el movimiento. Por último, las operaciones propias del alma racional son la elección racional, la deducción y la capacidad de concebir universales. Según Avicena, el alma es generada por la conjunción armónica de los cuerpos celestes y los cuatro elementos.
Al explicar las operaciones propias del alma sensitiva, Avicena afirma que el movimiento que caracteriza a los seres que tienen sensación puede ser de dos clases: puede ser un movimiento provocado por la facultad apetitiva (es decir, por los deseos irascibles o concupiscibles) o un movimiento proveniente de la facultad activa (es decir, aquel que es posible gracias a la disposición corporal del ser vivo, es decir, sus órganos, sus músculos, sus nervios, etc., y que le permiten moverse por sí mismo).
Uno de los temas más importantes de la psicología aviceniana es su teoría de la percepción. En efecto, como se ha señalado, la característica principal del alma sensitiva o animal es la percepción, misma que Avicena interpreta desde la filosofía aristotélica incorporando algunos elementos de la medicina galénica. De entrada, Avicena nos presenta una explicación muy elaborada de los sentidos externos: no se reduce a la mera descripción de los órganos de los sentidos sino que nos habla de sus terminales nerviosas y sus vínculos con el cerebro. Aunque el órgano de la vista es el ojo, en realidad este sentido se ubica en el nervio cóncavo; gracias a éste se reflejan los cuerpos y los colores en el humor vítreo y así es como podemos ver. Con los demás sentidos sucede algo similar: cuando el aire vibra y se da el sonido, se producen unas ondas que rozan los nervios y así es como podemos oír a través de la oreja; la nariz transporta el aire inhalado a través del cual se transportan los olores y gracias a las protuberancias que existen en la parte delantera del cerebro, puede darse el olfato; el gusto, ubicado en las terminales nerviosas que hay en la lengua, y el tacto, ubicado en los nervios bajo toda la piel, son posibles, también, gracias a la interacción entre una afección determinada sobre los órganos y que, posteriormente, se transmite desde los nervios hasta el cerebro. De este modo, vemos una concepción mucho más completa que la aristotélica. En el caso de Avicena interactúan los órganos externos conectados con los nervios y el cerebro.
Algo similar sucederá con los denominados “sentidos internos”. Avicena sigue la tesis galénica según la cual estos sentidos se localizan en el cerebro, no en el corazón como pensó Aristóteles. De esta manera, encontramos que el sentido común (también denominado fantasía en el caso de Avicena) se encuentra en el ventrículo delantero del cerebro; la imaginación se ubica, en cambio, en la parte posterior del ventrículo delantero del cerebro. Avicena concibe una imaginación retentiva y otra compositiva. En una zona cercana al ventrículo en el que se ubica la imaginación, se encuentran también la memoria y la denominada “estimativa”. Esta última es una facultad sumamente especial para Avicena. Conocida también como estimatio entre los filósofos latinos, es una facultad que permite a los animales reconocer las intenciones, atributos connotacionales, o significados no sensibles. Para comprender la función de la estimativa, Avicena recurre al conocido ejemplo de una oveja que percibe al lobo como algo peligroso. Tal peligro no ha sido aprehendido por un sentido externo. En otras palabras: la intención del lobo es percibida por la oveja y tal captación es equiparable, para decirlo en términos modernos, a una especie de instinto que va más allá de la relación estímulo-respuesta. La oveja “reconoce”, pues, de alguna manera, que el lobo representa un peligro para ella: «La intención es lo que el alma aprehende de un objeto sensible, aunque no lo aprehenda el sentido externo, tal como sucede cuando la oveja aprehende la intención de un lobo, esto es, que le debe temer y huir, aunque ello no lo aprehenda con los sentidos de ninguna forma» [Avicena 1968: I, 5, p.86].
Hasta aquí se ha explicado, principalmente, el modo en que operan los animales dotados de sensibilidad o, dicho en otros términos, se han descrito las operaciones propias del alma sensitiva. El alma racional se caracteriza porque posee una facultad que necesita de las funciones del alma sensitiva, pero que es capaz de operar de manera distinta sobre los contenidos que han sido originados por la sensación y concentrados en los sentidos internos. Esta operación es la que Avicena denomina “intelectiva”. El intelecto tiene una facultad teórica y otra práctica. Avicena entiende que el intelecto práctico es el que permite a los seres humanos deliberar y plantearse la finalidad de sus actos. En conjunción con el apetito, la imaginación y la cogitativa, el intelecto práctico modera las tendencias apetitivas del ser humano con el objeto de dar coherencia a las acciones morales.
El intelecto teórico, en cambio, sirve como receptáculo de las impresiones de las formas universales que abstraemos de la materia. La teoría aviceniana del intelecto es una de las más complejas que existen en la filosofía medieval. Avicena distingue entre el intelecto material, el intelecto en hábito, el intelecto en acto, intelecto adquirido e intelecto agente. A riesgo de simplificar su teoría del intelecto puede decirse que existe un intelecto material cuya característica es la potencialidad absoluta y, por lo tanto, su papel es absolutamente receptivo frente a los inteligibles; es el intelecto que posee todo ser humano desde la niñez. En segundo lugar, está el intelecto en hábito; éste es el que posee los primeros principios y que, a diferencia del intelecto material, está en acto. En tercer lugar se encuentra el intelecto en acto, es decir, el que ya pose los inteligibles y los piensa en acto. Este último, aunque está en acto, conserva todavía cierta potencialidad en tanto que su actividad intelectiva todavía depende de ciertos contenidos allegados a lo sensitivo, es decir, los contenidos que le brindan los sentidos internos. Solamente el denominado “intelecto adquirido” supera dicha potencialidad y logra pensar los inteligibles y, además, pensar sobre su propia actividad intelectiva. Ahora bien, este procedimiento por el que el intelecto en potencia puede llegar a poseer los inteligibles de manera actual, no sería posible sin la iluminación de un intelecto que es acto puro, a saber, el intelecto agente.
Avicena concibe al intelecto agente como separado y piensa que en él se encuentran todas las formas inteligibles que nos son transmitidas a nuestro intelecto por un proceso emanativo-iluminativo. El intelecto agente se presenta como un ser superior, descrito en términos neoplatónicos, y la finalidad del ser humano es la contemplación de tal intelecto.

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Hasse, Dag, Avicenna’s De Anima in the Latin West, Warburg Institute, Londres, 2000.
Wisnovsky, Robert (ed.), Aspects of Avicenna, Markus Weiner Press, Princeton, 2001.

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López Farjeat, Luis Xavier, Avicena, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2009/voces/avicena/Avicena.html
Información bibliográfica en formato BibTeX: lxlf2009.bib

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