Avicena
Autor: Luis Xavier López Farjeat
Avicena es un intelectual de gran prestigio en la
historia de la filosofía y, además, en la historia de la medicina. Genio
precoz, memorizó el Corán cuando tenía apenas diez años. En la temprana
adolescencia se enamoró de la filosofía. Con el paso del tiempo, sus
obras tendieron un puente entre Oriente y Occidente. Avicena es uno de
los pensadores más destacados de la denominada filosofía islámica.
Índice
1. Vida y obras
Abū ‘Ali al-Husayn ‘Abd Allah ibn ‘Ali ibn Sinā,
conocido en la tradición latina como Avicena, nació aproximadamente en
el año 980, en Afshana, muy cerca de Bujārā, un sitio ubicado en
Turquestán. Murió en el año 1037, en Hamadán. Se cuenta que desde muy
pequeño se interesó en el estudio de la filosofía, la gramática, la
medicina, el derecho, la geometría, la música y la religión. Su padre
trabajaba en la administración pública y falleció cuando Avicena tenía
aproximadamente veintidós años. Entonces él fue el heredero de la
familia.
A los dieciocho años era ya un experto en Medicina y
ello le permitió convertirse en el médico del sultán de
Bujārā, quien le abrirá las puertas de su biblioteca. Desde entonces, se convertiría en un gran estudioso. Sus habilidades médicas fueron tales, que cerca del año 1002 compuso una obra dedicada a corregir los errores de los tratamientos médicos.
Bujārā, quien le abrirá las puertas de su biblioteca. Desde entonces, se convertiría en un gran estudioso. Sus habilidades médicas fueron tales, que cerca del año 1002 compuso una obra dedicada a corregir los errores de los tratamientos médicos.
La filosofía de Avicena no es comprensible al margen
de las discusiones generadas en sus tiempos entre chiítas y sunitas.
Avicena conoció, desde muy joven, cuáles eran las discrepancias entre
estos dos grupos religiosos. Cada uno de ellos había concebido versiones
distintas del desarrollo histórico del islam. Los sunitas consideraban
que para elegir al sucesor del Profeta bastaba con encontrar un califa
adecuado para ser el líder espiritual y político. En cambio, los chiítas
alegaban que debía haber un parentesco sanguíneo entre el Profeta y el
califa. Por ello, estos últimos tomaron partido por el primo de Mahoma,
Alí, el primer imām. Los chiítas admitían solamente doce califas
descendientes directos del Profeta. El último había sido Muhammad,
desaparecido en el año 874. A partir de entonces, creían que el último
imām se había ocultado, pero seguía guiando y comunicándose con sus
fieles a través de un representante, un mahdi o
guiado. Por ello, una discrepancia más entre estos dos grupos fue la
noción de “imām”: mientras que para los sunitas se trataba de un simple
recitador del Corán, para los chiítas el imām era un mahdi, un guiado, es decir, un guía político y religioso a quien le correspondía la orientación y educación de la comunidad.
En sus orígenes los chiítas fueron muy conservadores.
Sin embargo, en el siglo X se difundió rápidamente la creencia en que
las verdades reveladas debían comprenderse y defenderse a través de la kalām
o teología. Este saber echaba mano de una rama de la ciencia lógica de
los griegos, a saber, la dialéctica. El padre de Avicena solía discutir
con algunos amigos chiítas, específicamente de la rama ismailí. Las
temáticas que abordaban, serían también de sumo interés para Avicena,
especialmente las naturalezas del alma y del intelecto. Avicena será un
personaje indispensable para comprender las relaciones entre fe y razón
en el seno del chiísmo. También será un referente para comprender cómo
fue que el chiísmo asumió diversas teorías neoplatónicas.
Avicena recibió una buena formación religiosa. Después
aprendió filosofía bajo la tutoría del maestro Nātilī, con quien
estudió por primera vez la Isagogē de Porfirio.
Posteriormente, estudiaría el corpus aristotélico y a varios de sus
comentadores. Se cuenta que su pasión por la filosofía fue tal, que se
dedicaba día y noche a la minuciosa revisión de los argumentos que
encontraba en los libros. Según sus biógrafos, reducía cada argumento a
sus premisas constitutivas con la finalidad de corregir los silogismos y
someter sus conclusiones a prueba.
Avicena fue un viajero. Hasta el año 1012 vivió en
Gurgānŷ y, más tarde, se trasladó constantemente a
distintas ciudades: en Ŷūrŷan compuso el libro primero de sus Cánones de Medicina y conoció a su amigo, discípulo y, además, biógrafo, al-Ŷūzŷānī; hacia 1014; en la ciudad de Rayy, cura la melancolía del emir Maŷd al-Dawla, quien se convierte en su protector y amigo; al morir Maŷd al-Dawla, se traslada a Qazwīn, donde es nombrado visir, pero sus enemigos lo capturarán y encarcelarán.
distintas ciudades: en Ŷūrŷan compuso el libro primero de sus Cánones de Medicina y conoció a su amigo, discípulo y, además, biógrafo, al-Ŷūzŷānī; hacia 1014; en la ciudad de Rayy, cura la melancolía del emir Maŷd al-Dawla, quien se convierte en su protector y amigo; al morir Maŷd al-Dawla, se traslada a Qazwīn, donde es nombrado visir, pero sus enemigos lo capturarán y encarcelarán.
Avicena redactó varias obras. Uno de los estudiosos
más reconocidos de su filosofía, Badawi, ha reunido cerca de doscientas
setenta y cinco que podrían atribuírsele. Entre éstas se incluyen
trabajos relacionados con la ciencia médica, con la religión, la
filosofía y hasta con la angelología y la mística. Aquí solamente se
enunciarán algunas obras cuya autoría se conoce con toda seguridad. En
primer lugar, habría que mencionar su principal obra médica titulada Libro del Canon de Medicina.
Este trabajo se estudió detalladamente en la Edad Media. De hecho, la
traducción elaborada por Gerardo de Cremona sería el texto base en las
Escuelas de Medicina durante el siglo XIII. Junto al Canon, ocupa un lugar igualmente relevante su monumental obra filosófica titulada Libro de la curación (Kitāb al-Shifā),
un verdadero compendio filosófico que abarca la ciencia física, la
metafísica y la lógica, y cuyas versiones latinas fueron muy
aprovechables gracias al interés de personajes como Domingo Gundisalvo,
Miguel Escoto y Juan Hispano.
Hay quienes han leído a Avicena como si fuese un autor religioso, un místico más que un filósofo. La razón es que obras como el Libro de las orientaciones y advertencias, la Epístola del pájaro o el Relato de Salāmān y Absāl,
están escritas con un estilo metafórico que fácilmente hace pensar en
lecturas espirituales. Sin embargo, una buena parte de los especialistas
en su filosofía coinciden en que Avicena está presentando su filosofía
con un lenguaje distinto. En su obra filosófica utiliza un lenguaje
literal y, en otros escritos, se toma la libertad de expresarse con un
lenguaje simbólico o metafórico aunque en ambos casos está hablando de
lo mismo.
2. Ordenación de la filosofía
Para Avicena el fin de la filosofía es «informar
acerca de las verdades de todas las cosas en la medida de lo posible al
hombre». Y continúa: «las cosas existentes, o bien existen sin depender
de nuestra voluntad ni de nuestra actividad, o bien existen por nuestra
voluntad y actividad. Al conocimiento de las cosas que pertenecen a la
primera división se le llama filosofía teórica; al conocimiento de las
cosas que pertenecen a la segunda división se le llama filosofía
práctica. El fin de la filosofía teórica es perfeccionar al alma por el
mero conocer; el fin de la filosofía práctica es perfeccionar al alma,
no por el mero conocer, sino conocer lo que hay que hacer y hacerlo. Por
tanto, el fin de la teórica es la adquisición de una opinión que no es
práctica, mientras que el fin de la práctica es conocer una opinión que
es práctica» [Avicena 1952a: 12].
Avicena retoma la división aristotélica de las
ciencias en teóricas y prácticas. Las primeras son la Filosofía primera o
Ciencia divina, las Matemáticas y la Física; éstas se ocupan del
conocimiento verdadero de la realidad. Las segundas son la Ética, la
Económica y la Política; éstas se ocupan de las acciones humanas y, en
concreto, de las acciones buenas y virtuosas. Además, junto a estas dos
clases de ciencias, le da importancia a la lógica como un saber
instrumental de toda ciencia. Como sus antecesores, al-Kindī y
al-Fārābī, Avicena piensa que la Filosofía primera es la ciencia más
noble y elevada de todas, y ésta comprende la Metafísica y la Teología,
teniendo ambas como tema capital el ser.
La ciencia más noble se dedica, en efecto, al estudio
del ser y, concretamente, del Ser supremo que es Dios. En este sentido,
la Teología tiene un papel definitivo porque se encarga de estudio al
Ser absolutamente necesario, trascendente y causa de todos los demás
seres. Existe en Avicena una distinción entre los seres necesarios y los
seres contingentes. En otras palabras, uno es el Ser que estudia la
Teología (el ser necesario), y otro el que estudia el resto de las
ciencias (el ser contingente o creado). Aún cuando se ve la relevancia
que tiene la ciencia teológica para Avicena, es pertinente distinguir
entre Teología y Metafísica. Ambas forman parte de la Filosofía Primera.
Sin embargo, la Metafísica estudia propiamente a la sustancia
inmaterial, los primeros principios y el ser en tanto que ser. En este
último sentido, coincide completamente con el objeto propio de la
Teología que es Dios. Por esta razón, aunque hay cierta diferencia,
ambas son muy cercanas. A fin de cuentas, la metafísica y teología se
implican y se involucran entre sí porque ambas se ocupan del Ser
necesario.
La descripción de las otras dos ciencias
especulativas, a saber, la Matemática y la Física, fue bien conocida a
lo largo del medioevo. Avicena se refirió a la Matemática como una
ciencia que se ocupa de los seres que existen en la materia pero pueden
ser abstraídos de ésta. La Física, en cambio, se ocupa de los seres
materiales y, como tal, se ocupa de los seres que no pueden existir sin
materia.
Para Avicena las ciencias prácticas son igualmente
relevantes. El filósofo persa insiste en la necesidad de comprender la
doble dimensión de la filosofía. Ésta no puede ser exclusivamente
teórica, sino también práctica. Por ciencias prácticas entiende aquellas
cuyo fin no se limita a la adquisición del conocimiento, sino que
buscan la obtención una opinión acertada con vistas a una acción.
3. La Lógica
En su concepción de la lógica, Avicena está influido
por los estoicos, los peripatéticos y los neoplatónicos. Aunque buena
parte de sus trabajos en esta disciplina son comentarios a los tratados
lógicos de Aristóteles, hay varios aspectos en los que Avicena se separa
discretamente de éstos. Esto se explica por los rasgos de estoicismo
que había en Galeno, en Alejandro de Afrodisias y en algunos otros
comentadores alejandrinos estudiados por Avicena. El tema lógico aparece
a lo largo de diversas obras: obviamente en su monumental Shifā, en su versión abreviada Kitāb al Najāt (Libro de la Salvación), en Ishārāt wa-al-tanbīhāt (Anotaciones y admoniciones sobre lógica) y en un trabajo que posiblemente es un fragmento del libro al-Hikmat al-Mashriqīyya (La Sabiduría de los Orientales) y que se titula Mantiq al-Mashriqīyyīn (La lógica de los Orientales).
La lógica es un saber instrumental o propedéutico de
la filosofía: «[la lógica] no es más que una parte de la filosofía; pero
en tanto que es útil para ello, será tenida por instrumento en la
filosofía. Y si la filosofía se ocupa de toda investigación teórica y
desde cualquier aspecto, esta ciencia será parte de la filosofía e
instrumento para las otras partes de la filosofía» [Avicena 1952a: 16].
Al igual que al-Fārābī, Avicena fue un gran lógico. La lógica le sirvió
para discernir los juicios verdaderos de los falsos, y los conceptos
válidos de los inválidos. Para ello, el lógico no necesita hacerse
cargo, según Avicena, de la naturaleza de las cosas o del modo en que
existen. La lógica solamente se ocupa de los “objetos mentales”, es
decir, de los conceptos y los juicios. En consecuencia, el lógico no se
ocupa, por ejemplo, de la descripción de determinado objeto existente;
más bien, se ocupa de éste en tanto que puede fungir como sujeto o
predicado de un juicio, en tanto que es individual o universal, esencial
o particular. Esto no quiere decir que la lógica haga caso omiso de la
naturaleza de las cosas. Lo que quiere decir es que no las estudia como
tales, pero sí las supone en tanto que al lógico le interesa el estudio
de las proposiciones a través de las cuales se transmite el sentido de
los conceptos.
Avicena focaliza sus estudios sobre lógica en dos nociones: el concepto (tasawwir) y el asentimiento (tasdīq).
Por un lado, los conceptos sirven para definir y conocer la esencia de
las cosas. Por el otro, la noción de asentimiento, tomada tal vez de la
lógica estoica, se refiere al conocimiento que podemos obtener a través
del método silogístico. De esta manera, es claro que lo que aporta la
lógica son las definiciones y los silogismos.
En varios trabajos lógicos como el Kitāb al-Burhān y el Kitāb al-Jadal —los comentarios o contrapartes de la demostración de Analíticos Posteriores y la dialéctica de los Tópicos, respectivamente—, el Kitāb al-Qiyās (Libro del silogismo) y el Ishārāt wa-al-tanbīhāt (Anotaciones y admoniciones sobre lógica),
Avicena recuerda que las premisas del silogismo demostrativo son
verdaderas y universales; que la dialéctica utiliza como premisas las
opiniones más aceptadas. Demostración y dialéctica se distinguen porque
la primera se ocupa de la verdad teorética y la segunda sirve para
materias prácticas. Pero el silogismo demostrativo y el dialéctico no
son los únicos que existen. Se suman el retórico y el poético. Estos dos
últimos convencen generando efectos emocionales o bien, mediante
elocuciones persuasivas (retórica) o a través de representaciones
atractivas sugeridas a la imaginación (poética) [Avicena 1966:
I, 5]. Cada uno de estos modos argumentativos genera un “estado mental”
distinto: la demostración conduce a la certeza; la dialéctica a la
opinión fuerte; el estado mental de las otras dos artes no puede
denominarse “convicción”, pero con ellas se alcanza “cierto
asentimiento”.
4. Metafísica y Cosmología
Líneas arriba se explicaba que para Avicena la ciencia
más noble es la Teología y que ésta, al igual que la Metafísica, se
ocupa del Ser necesario, de Dios. El Ser necesario contrasta con el
resto de los seres que no son necesarios sino contingentes. La
distinción entre Ser necesario y ser contingente es fundamental para
comprender el planteamiento metafísico y cosmológico de Avicena. Esta
distinción servirá también para entender la diferencia planteada entre
esencia y existencia, misma que reaparecerá en varios filósofos
medievales como Maimónides y Tomás de Aquino. El punto de partida de la
metafísica aviceniana la descripción del Ser necesario: «Decimos: el ser
necesario no puede tener una esencia a la que la necesidad de ser le
acompañe, sino que hemos de decir que el ser necesario es el que se
entiende a sí mismo como ser necesario» [Avicena 1960: 344)].
El ser necesario es, pues, Dios. Según Avicena, Dios
es simplísimo, perfectísimo, inmutable e inefable. Sujetándose a la
tradición islámica en la que un principio básico es la unidad y unicidad
de Dios, Avicena defiende, también, que es Uno, único y, por lo tanto,
en Él es imposible la multiplicidad. Otra característica del ser
necesario es que en Él la esencia y la existencia se identifican: Dios
no puede concebirse a sí mismo de otra manera más que existiendo.
Afirmaciones como éstas son más comprensibles si se distinguen las
distintas clases de seres postuladas por Avicena. La noción de “ser” es
la primera en aparecer en nuestra mente, es algo que reconocemos
intuitiva y directamente desde que nos preguntamos el qué de las cosas.
Es una noción que está implicada con nuestro conocimiento y que sale a
relucir de manera inmediata cuando nos percibimos a nosotros mismos y al
mundo. No obstante, según Avicena, la noción del ser no debe
identificarse exclusivamente con los entes sensibles. Es cierto que
también se habla del ser cuando nos referimos a cosas que son sólo
inteligibles puros o también cuando aludimos a la esencia de las cosas
al margen de su existencia. Por lo tanto, el ser es un concepto primario
que sale a relucir, insiste Avicena, o cuando el ser humano se percibe a
sí mismo como algo existente o cuando aprehende los seres del mundo
empírico. Sin embargo, no se identifica ni con uno ni con otro de manera
absoluta. El ser es lo más común a todas las cosas existentes y, en ese
sentido, es ininteligible en sí mismo.
Sostiene Avicena que cuando intentamos analizar
cuidadosamente cualquier ser que conocemos, descubrimos que existe y que
posee una esencia. Éstas, esencia y existencia, pueden ser idénticas
—como sucede en el caso de Dios— o pueden ser distintas, tal como sucede
en el caso de los seres contingentes. Existe, entonces, un ser en donde
ambas se identifican y que es, por tanto, un ser en sí y necesario;
pero hay también seres en los que no se identifican, a saber, los seres
contingentes cuya característica es que no son en sí, sino en función de
un agente externo que es, precisamente, Dios. En otras palabras, los
seres contingentes son productos de la creación divina o, dicho con
mayor precisión, han emanado de Dios. Se encuentra aquí la división
aviceniana del ser necesario y contingente: «El ser necesario es aquel
que, si se supone no existente, implica contradicción. El ser posible es
aquel que puede suponerse como no existente o existente sin implicar
contradicción. El ser necesario es de existencia indispensable, mientras
que el ser posible es el que no tiene en sí necesidad de ninguna
manera, es decir, ni para existir ni para no existir» [Avicena 1960: 31].
La noción de “necesidad” está relacionada con la de
“posibilidad” y con la de “imposibilidad”. Estas tres nociones son
categorías modales de la lógica y lo que hará Avicena es trasladarlas de
un plano lógico a uno metafísico. Pasará a la historia como el primero
en haber hecho tal traslación. Sin embargo, antes al-Fārābī, vinculando
algunas tesis neoplatónicas y aristotélicas, había planteado algo muy
similar.
En resumen, el ser o es necesario o posible. No puede
darse un ser imposible porque nuestra mente no puede concebir lo
imposible. El ser necesario no puede ser imposible. El posible puede
existir o no existir y, para existir, necesita de una causa externa. Si
esa causa externa que, como se veía en el párrafo anterior, es Dios, es
en tal caso cuando se dice que este Ser le otorga la existencia a algo
posible, le dota entonces de una existencia necesaria. De este modo los
distintos niveles del ser son todavía más precisos: uno es el ser
necesario y, por otra parte, los seres posibles pueden ser “posibles por
sí mismos” o “necesarios por otro”. Ahora bien, todos los seres
posibles poseen esencia pero no necesariamente existencia. La existencia
les es dada por otro agente y, en este sentido, en los seres
contingentes será siempre “accidental” (se discute el uso de este
término en Avicena y su papel en discusiones posteriores como la que se
da entre Tomás de Aquino y Suárez). Estos presupuestos metafísicos son
indispensables para comprender, ahora, cómo es que se da el proceso de
emanación en Avicena. El Ser necesario, Dios, no puede dar lugar a lo
imposible, sino solamente a lo posible y, en el momento en que lleva una
esencia a la existencia, la dota de una existencia necesaria. Dado que
en los seres contingentes la esencia no implica su existencia y, sin
embargo, vemos que el mundo existe, luego, éste tuvo que haber sido
generado necesariamente. Avicena no piensa que el mundo sea producto de
un acto libre y voluntario de Dios. Más bien, Dios piensa todas las
esencias posibles y éstas pueden llegar o no a existir. En otras
palabras, el Ser necesario no puede originar algo que sea puramente
contingente. Por ello, afirma Avicena que lo contingente llega a tener
algo de necesario. Sin embargo, a pesar de lo anterior, Avicena insiste
en que Dios y los seres contingentes se distinguen esencialmente: en
Dios la esencia es la existencia y en los seres contingentes la
existencia es un “accidente”, aunque sea sólo en el sentido de que les
ha sido dada extrínsecamente.
Ahora bien, ¿cómo es posible que el ser necesario,
simplísimo y único dé lugar a la multiplicidad del mundo material? Lo
primero que debe originar este ser necesario es algo que se le asemeje.
Según Avicena, el ser necesario da lugar al primer intelecto. Éste es
necesario porque procede de Dios y, precisamente por ello, es necesario por otro.
Además, aunque es un sólo intelecto, ya no es simple porque, al haber
sido generado, su esencia ya no se identifica con su existencia. Debido a
que ha perdido su simplicidad y es ahora una mezcla de necesidad y
contingencia, este intelecto está en condiciones de llevar a cabo un
doble acto intelectivo del que surgen tres seres: cuando este intelecto
se piensa a sí mismo como necesario porque ha recibido su existencia
directamente del ser necesario, entonces genera al alma que mueve el
primer cielo; cuando se piensa como distinto del ser necesario, se
entiende a sí mismo como posible y entonces genera el cuerpo de ese
primer cielo; cuando piensa ahora en su origen, es decir, en el ser
necesario, genera un nuevo intelecto. El proceso se repite hasta llegar
al décimo intelecto que es el agente [Avicena 1960: 313-314].
Así, para concebir el intelecto agente se necesita pasar por las
siguiente fases: 1) intelecto, cuerpo y alma de las esferas; 2)
intelecto, cuerpo y alma de las estrellas fijas; 3) intelecto, cuerpo y
alma de Saturno; 4) intelecto, cuerpo y alma de Júpiter; 5) intelecto,
cuerpo y alma de Marte; 6) intelecto, cuerpo y alma del Sol; 7)
intelecto, cuerpo y alma de Venus; 8) intelecto, cuerpo y alma de
Mercurio; 9) intelecto cuerpo y alma de la Luna; 10) intelecto agente.
Al inicio, se mencionaba que Avicena se había
interesado en la angelología. Y, en efecto, piensa que los intelectos y
las almas de las esferas celestes que se acaban de exponer, se
identifican con los ángeles. Los intelectos son los querubines y las
almas los ángeles que, además, son intermediarios entre el mundo
supralunar y el mundo sublunar. También son ellos quienes disponen a la
materia para que ésta pueda recibir la forma por parte del décimo
intelecto o intelecto agente. En efecto, es al intelecto agente a quien
le corresponde producir las formas sensibles que formarán a todos los
seres corpóreos del mundo terrestre. Este mundo está compuesto por seres
corpóreos en los que también existe una gradación, desde el animal
racional hasta los vegetales, los minerales y los cuatro elementos.
Todos los seres corpóreos están compuestos por materia y forma. Avicena
es fiel al hilemorfismo aristotélico. Sin embargo, su noción de forma
será notoriamente platónica y poco aristotélica. La materia es
privación, potencia, receptividad, multiplicidad y, por lo tanto, lo más
alejado del Ser necesario. Esta concepción tan negativa de la materia,
será indispensable para comprender la psicología aviceniana. Avicena
insiste en la superioridad del alma sobre el cuerpo y cómo su
vinculación con este último es meramente transitoria. Avicena es uno de
los mayores defensores de la inmortalidad del alma y a un crítico de la
reencarnación.
5. Psicología
Al igual que la de sus antecesores la psicología aviceniana está notoriamente influida por el tratado Acerca del alma
de Aristóteles. Tal como aparece en esta última obra, Avicena comparte
la existencia del alma entendida como principio de operación de un
cuerpo organizado: «El alma es perfección primera. Y puesto que la
perfección primera es perfección de algo, el alma es la perfección de
algo y este algo es el cuerpo. (…) [es] la perfección de un cuerpo
natural del que proceden sus perfecciones segundas por los órganos por
medio de los cuales se sirve en los actos de la vida, de los cuales los
primeros son la nutrición y el crecimiento. Entonces, el alma que
encontramos es perfección primera de un cuerpo natural dotado de órganos
y que realiza los actos de la vida» [Avicena 1956: 15].
No obstante, Avicena se separa ligeramente de
Aristóteles y muestra una comprensión neoplatónica del alma dándole a
ésta prioridad absoluta sobre el cuerpo. En otras palabras, con sus
conocimientos médicos y sus agudas observaciones sobre el funcionamiento
del cuerpo humano, Avicena complementa a Aristóteles y sostiene con él
que para que puedan darse las operaciones del cuerpo se necesita
forzosamente del alma; al mismo tiempo, piensa, como los neoplatónicos,
que ésta puede subsistir sin el cuerpo. De esta manera, en vez de pensar
en los seres vivos en términos de unidad cuerpo y alma, es decir, como
un compuesto, opta por el dualismo platónico en donde el alma puede
concebirse como algo que da vida al cuerpo, pero sigue existiendo al
perecer el cuerpo. La centralidad del alma es tal, que Avicena llega a
afirmar que el “yo” es el alma: «Cuando entiendo que el alma es aquello
que es principio de estos movimientos y de estas percepciones que tengo y
fin de ellas en este conjunto, sé que o bien ella es verdaderamente el
yo, o bien es el yo que se sirve de este cuerpo, como si yo ahora ni
pudiera distinguir la percepción del yo separadamente, sin mezclarse con
percepción de que el yo está sirviéndose del cuerpo y está unido al
cuerpo» [Avicena 1956: 253].
Además, piensa Avicena que podemos percatarnos de la
existencia de nuestra alma de manera intuitiva e inmediata. Los seres
humanos somos capaces de reflexionar sobre nosotros mismos y nuestra
propia existencia y, de este modo, afirmamos nuestro ser a cada momento
sin necesidad de la mediación de los sentidos o alguna otra facultad.
Avicena advierte que podemos percibirnos a nosotros mismos de manera
inmediata y, a esa acción “auto-reflexiva”, se le ha conocido como “el
argumento del hombre volante”. Éste, a su vez, funge como un argumento
para demostrar la existencia del alma: cuando nos reflexionamos y nos
percibimos a nosotros mismos, percibimos algo más que un conjunto de
órganos corporales; percibimos nuestro yo.
Siguiendo a Aristóteles, Avicena también divide al
alma en tres especies de acuerdo con sus operaciones: la vegetativa, la
sensitiva y la racional. Las operaciones propias de la primera son la
reproducción, el crecimiento y la nutrición. Las de la segunda son la
percepción y el movimiento. Por último, las operaciones propias del alma
racional son la elección racional, la deducción y la capacidad de
concebir universales. Según Avicena, el alma es generada por la
conjunción armónica de los cuerpos celestes y los cuatro elementos.
Al explicar las operaciones propias del alma
sensitiva, Avicena afirma que el movimiento que caracteriza a los seres
que tienen sensación puede ser de dos clases: puede ser un movimiento
provocado por la facultad apetitiva (es decir, por los deseos irascibles
o concupiscibles) o un movimiento proveniente de la facultad activa (es
decir, aquel que es posible gracias a la disposición corporal del ser
vivo, es decir, sus órganos, sus músculos, sus nervios, etc., y que le
permiten moverse por sí mismo).
Uno de los temas más importantes de la psicología
aviceniana es su teoría de la percepción. En efecto, como se ha
señalado, la característica principal del alma sensitiva o animal es la
percepción, misma que Avicena interpreta desde la filosofía aristotélica
incorporando algunos elementos de la medicina galénica. De entrada,
Avicena nos presenta una explicación muy elaborada de los sentidos
externos: no se reduce a la mera descripción de los órganos de los
sentidos sino que nos habla de sus terminales nerviosas y sus vínculos
con el cerebro. Aunque el órgano de la vista es el ojo, en realidad este
sentido se ubica en el nervio cóncavo; gracias a éste se reflejan los
cuerpos y los colores en el humor vítreo y así es como podemos ver. Con
los demás sentidos sucede algo similar: cuando el aire vibra y se da el
sonido, se producen unas ondas que rozan los nervios y así es como
podemos oír a través de la oreja; la nariz transporta el aire inhalado a
través del cual se transportan los olores y gracias a las
protuberancias que existen en la parte delantera del cerebro, puede
darse el olfato; el gusto, ubicado en las terminales nerviosas que hay
en la lengua, y el tacto, ubicado en los nervios bajo toda la piel, son
posibles, también, gracias a la interacción entre una afección
determinada sobre los órganos y que, posteriormente, se transmite desde
los nervios hasta el cerebro. De este modo, vemos una concepción mucho
más completa que la aristotélica. En el caso de Avicena interactúan los
órganos externos conectados con los nervios y el cerebro.
Algo similar sucederá con los denominados “sentidos
internos”. Avicena sigue la tesis galénica según la cual estos sentidos
se localizan en el cerebro, no en el corazón como pensó Aristóteles. De
esta manera, encontramos que el sentido común (también denominado
fantasía en el caso de Avicena) se encuentra en el ventrículo delantero
del cerebro; la imaginación se ubica, en cambio, en la parte posterior
del ventrículo delantero del cerebro. Avicena concibe una imaginación
retentiva y otra compositiva. En una zona cercana al ventrículo en el
que se ubica la imaginación, se encuentran también la memoria y la
denominada “estimativa”. Esta última es una facultad sumamente especial
para Avicena. Conocida también como estimatio
entre los filósofos latinos, es una facultad que permite a los animales
reconocer las intenciones, atributos connotacionales, o significados no
sensibles. Para comprender la función de la estimativa, Avicena recurre
al conocido ejemplo de una oveja que percibe al lobo como algo
peligroso. Tal peligro no ha sido aprehendido por un sentido externo. En
otras palabras: la intención del lobo es
percibida por la oveja y tal captación es equiparable, para decirlo en
términos modernos, a una especie de instinto que va más allá de la
relación estímulo-respuesta. La oveja “reconoce”, pues, de alguna
manera, que el lobo representa un peligro para ella: «La intención es lo
que el alma aprehende de un objeto sensible, aunque no lo aprehenda el
sentido externo, tal como sucede cuando la oveja aprehende la intención
de un lobo, esto es, que le debe temer y huir, aunque ello no lo
aprehenda con los sentidos de ninguna forma» [Avicena 1968: I, 5, p.86].
Hasta aquí se ha explicado, principalmente, el modo en
que operan los animales dotados de sensibilidad o, dicho en otros
términos, se han descrito las operaciones propias del alma sensitiva. El
alma racional se caracteriza porque posee una facultad que necesita de
las funciones del alma sensitiva, pero que es capaz de operar de manera
distinta sobre los contenidos que han sido originados por la sensación y
concentrados en los sentidos internos. Esta operación es la que Avicena
denomina “intelectiva”. El intelecto tiene una facultad teórica y otra
práctica. Avicena entiende que el intelecto práctico es el que permite a
los seres humanos deliberar y plantearse la finalidad de sus actos. En
conjunción con el apetito, la imaginación y la cogitativa, el intelecto
práctico modera las tendencias apetitivas del ser humano con el objeto
de dar coherencia a las acciones morales.
El intelecto teórico, en cambio, sirve como
receptáculo de las impresiones de las formas universales que abstraemos
de la materia. La teoría aviceniana del intelecto es una de las más
complejas que existen en la filosofía medieval. Avicena distingue entre
el intelecto material, el intelecto en hábito, el intelecto en acto,
intelecto adquirido e intelecto agente. A riesgo de simplificar su
teoría del intelecto puede decirse que existe un intelecto material cuya
característica es la potencialidad absoluta y, por lo tanto, su papel
es absolutamente receptivo frente a los inteligibles; es el intelecto
que posee todo ser humano desde la niñez. En segundo lugar, está el
intelecto en hábito; éste es el que posee los primeros principios y que,
a diferencia del intelecto material, está en acto. En tercer lugar se
encuentra el intelecto en acto, es decir, el que ya pose los
inteligibles y los piensa en acto. Este último, aunque está en acto,
conserva todavía cierta potencialidad en tanto que su actividad
intelectiva todavía depende de ciertos contenidos allegados a lo
sensitivo, es decir, los contenidos que le brindan los sentidos
internos. Solamente el denominado “intelecto adquirido” supera dicha
potencialidad y logra pensar los inteligibles y, además, pensar sobre su
propia actividad intelectiva. Ahora bien, este procedimiento por el que
el intelecto en potencia puede llegar a poseer los inteligibles de
manera actual, no sería posible sin la iluminación de un intelecto que
es acto puro, a saber, el intelecto agente.
Avicena concibe al intelecto agente como separado y
piensa que en él se encuentran todas las formas inteligibles que nos son
transmitidas a nuestro intelecto por un proceso emanativo-iluminativo.
El intelecto agente se presenta como un ser superior, descrito en
términos neoplatónicos, y la finalidad del ser humano es la
contemplación de tal intelecto.
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